Recuerdos del Zoo de Palermo

RECUERDOS DEL ZOOLÓGICO

Me considero porteña, a pesar de haber nacido fuera de los límites de Buenos Aires, porque llegué aquí hace más de 70 años, cuando aún no había cumplido los 8.

El cambio debió haber sido muy violento, ya que mi primera infancia en Ballester estaba rodeada de campos verdes, ranchos, ombúes y vacas. Pero hubo algo que tendió un puente entre ambas vidas.

La casa tenía un amplio frente sobre la calle Acevedo (hoy República de la India) y por lo tanto tenía enfrente al Zoológico. Allí había árboles, animales y cosas desconocidas para mí hasta ese momento. A pesar de los constantes rumores de mudanza al Parque Saavedra y otros lugares, el Zoológico no estaba descuidado. Se adquirían animales (como yo podía comprobar, ya que los camiones que los traían entraban por el portón frente a nuestra casa), había muchos ejemplares de aquellos animales autóctonos más comunes, como las nutrias y las maras. Muchos de ellos, así como los pavos reales, andaban caminando por el parque entre la gente.

Evidentemente a mí no me interesaban los detalles del mantenimiento, como la acción de los veterinarios o de los guardianes, sino tener un campo de acción para las tardes (a la mañana iba al colegio). Junto con aquella querida gallega que acompañaba mi niñez, desaparecíamos desde la hora de la siesta y volvíamos después de haber tomado mi merienda en el tambo modelo, del que otra vez hablaré Pero me aparto de las cosas que quiero contar. Por eso voy a relatar en estas páginas algunos recuerdos.

Habrá quien piense que en la historia de la ciudad hubo hechos más importantes que los que se produjeron dentro del Zoo. Pero a veces es bueno recordar esos hechos quizás sencillos, algunos casi cómicos. Pero también otros que en su momento conmovieron a muchos, como la muerte de Dalia.

EL ELEFANTE DALIA
Pese a su nombre, Dalia era un gran elefante macho. Durante años había sido dócil, hasta el punto de pasear a los niños en su lomo por un recorrido establecido, que pasaba por frente a mi casa, ya que el edificio hondú que le servía de habitación estaba cerca.

Según se decía, los problemas se debían a que la elefanta hembra no era compatible, ya que los asiáticos no se cruzan con los africanos. No se si era así, pero Dalia comenzó primero con signos de impaciencia, que se convirtieron rápidamente en serias alteraciones. Los veterinarios comenzaron a darle calmantes mezclados con las tortas de pasto que eran su alimento.

Al mismo tiempo, como salía de su edificio sin control, le pusieron una cadena en su pata. Comenzó entonces una sucesión de hechos que a mí, como a muchos vecinos, nos impresionaron fuertemente. Dalia, cuando se despertaba de su calma artificial, trataba de salir y reaccionaba con fuerte barritos, esos gritos que en las películas son simpáticos, pero que en esos momentos eran impresionantes. Finalmente, a veces, conseguía romper la cadena.

No se si en ese entonces no se conocían los dardos narcotizantes o si no se usaban en nuestro país. A cada nueva escapada, el temor de la gente presionaba fuertemente para que se encontrara una solución. Pero la solución hallada fue terrible. Un cuerpo de policías con maúseres (el arma más pesada usada en ese entonces) se colocó de guardia en el camino de salida del animal. Cuando furioso rompió la cadena dispararon la primer descarga. Dalia, herido, siguió algo su camino, y cayó a medias sobre sus rodillas. Aún intentaba levantarse y se ordenaron nuevos disparos. Moviéndose apenas. su barrito se convirtió en un sollozo y, después de un doloroso y prolongado intervalo, murió. Desde enfrente, mis hermanas y yo llorábamos.

EL MONITO AVENTURERO
Para que no se piense que sólo los dramas llegaron a los diarios, quiero contar una historia graciosa.

Nuestro amplio frente sobre Acevedo tenía en su primer piso amplios ventanales que permanecían muchas horas abiertos desde la primavera hasta el otoño. Un día, por la ventana del cuarto de mi madre entró un monito. No era uno de los grandes babuinos de cola roja que me eran desagradables, ni tampoco un chimpancé o algo semejante. Sólo era uno de esos animalitos que los organilleros solían llevar para llamar la atención. Pero este era del Zoo. Había encontrado el modo de abrir su jaula y resolvió salir a buscar aventuras, aprovechando las ramas de los grandes árboles de la calle. Después de la primer sorpresa, mi madre encontró muy graciosas las «monadas» y terminó dándole una golosina.

Ahí empezó una larga relación. El mono entraba cuando quería, se perfumaba con el pulverizador, o tocaba cualquier cosa y cuando se cansaba se volvía tranquilamente a su jaula. Mi madre (y nosotras) le perdonábamos los estropicios que a veces hacía porque nos hacía reir mucho. Pero llegaron los días fríos y las ventanas se empezaron a cerrar. Un día, el monito, confundido, empezó a buscar otro lugar. Y ahí empezó el problema, porque toda señora que lo veía empezaba a gritar y pedir auxilio. Vinieron la policía, los bomberos, los guardianes del Zoológico, los veterinarios y los periodistas. Los diarios empezaron campañas hablando de descuido del personal del Zoológico, y hablando del pobre simio como si fuera el mono asesino del cuento del Crimen de la calle de la Morgue

El perseguido animalito cada vez se asustaba más y pasaba de un árbol a otro, hasta que al segundo día, llegó al Parque 3 de Febrero, donde finalmente, después de dos días de gran despliegue, fue atrapado. Soldaron la puerta de su jaula y nunca más paseó por el barrio.